2004-09-06

Desde una agencia de publicidad

En el momento en que más lo necesitaba, la hermana Alejandra se encomendó al Señor. Sniiiiif. Y, aleluya, fue salvada.

Piporro ¡Sálvame!


Yo siempre pensé que el piporro era un naco y los santos una bola de hippies, en cuyo caso son peores que los nacos, cuya estética es vugar y desde hace ya algún tiempo lo vulgar está muy in. Yo tenía una referencia casi nula de este personaje, apenas unas imágenes desdibujadas de las películas transmitidas por televisión nacional cuando yo era niña y a las que nunca fui muy afecta. Así que para mí el Piporro era un señor norteño, ranchero y chistoso.

Esa noche me había metido mucha coca, era lunes, era una de esas coquizas que sólo puedes tomar un lunes, es decir, si ya te decidiste tirarte a la mierda desde el inicio de la semana significa que tienes realmente ganas de llegar hasta las últimas consecuencias. Abundar sobre los detalles de la velada me da flojera porque al fin y al cabo fue lo de siempre: amigos —de la noche—, copas de toda clase y, por supuesto, coca. Lo único más o menos particular fue que a uno de nuestros compañeros de juerga lo había dejado su novia de Monterrey y se la pasó neceando con tocar todas las rolas del Piporro que encontraba en las rocolas.

Ya eran las diez de la mañana del día siguiente y yo salía trabadísima de la cantina en la que hicimos nuestra última escala, debía ir enseguida a trabajar pero lo único que deseaba con todas mis fuerzas en ese momento era una raya más; respecto a la coca, siempre tomo mis provisiones y había escondido medio gramo en mi cartera desde la media noche, pero yo sabía que, en el estado en el que estaba eso apenas me alcanzaría para llegar a asearme a casa y aguantar el camino desde ahí al lugar donde trabajo, así que decidí llamar al dealer. Justo al salir de la ducha el timbre estaba sonando.

Llegué súper prendida, incluso me metí a la sala de proyectos a revisar unos lay outs que había estado dejando de lado porque me dan una hueva enorme. Con un entusiasmo por el trabajo extremadamente raro en mí, arrastré al director creativo a la sala para manifestarle mis impresiones sobre la redacción y el acomodo de los copies en dichos anuncios, con toda frescura lo saqué de una junta de producción y cuando él quería intervenir, yo, por supuesto, no lo dejaba hablar. Me sentía realmente la mejor.

Cuando al fin estuve sentada frente a la imac morada en el lugar que me asignaron en el pretencioso muladar que son las oficinas donde trabajo; cuando estaba según yo, lista para iniciar la jornada laboral, fingiendo que pienso el anuncio de televisión más cabrón que la masa ha visto en mucho tiempo, cuando estoy levantándome del asiento cada dos minuntos y explorando mi pequeña bolsita de polietileno llena de polvo blanco con la ayuda de una de mis llaves, es entonces que llega mi dupla a preguntarme si ya está lista la cabeza que insertará en un anuncio de prensa que intenta vender juguetes y me cacha metiéndome la llave en una fosa nasal.

—Ay Alejandra ¿qué vamos a hacer contigo? —la miro y mi taquicardia está ahora a mil, entonces quiero responder con la primera estupidez que produce mi embotado cerebro: es que nos metimos unas tachas y ya ves que ya no estoy tomando coca, pero como necesito despertar, me acabo de comprar este gramo, es el primero en quince días y… pero ninguna de estas palabras logran salir de mi boca porque lo que estoy sintiendo es que se me sale el corazón. Justo ahora deseo creer en los milagros y como lo único que me viene a la mente es el norteño con su imagen de televisor en blanco y negro, comienzo a implorar en mi mente, abriendo la boca sin decir nada, hiperventilando. Los ojos súper abiertos y llenos de confusión que nunca había visto en la cara de mi amiga están clavados en mí. En mi mente grito: quien quiera que sea , ¡pero que me salve! Juro que si me salvas diré que el cine nacional de la época de oro es una joya cada vez que el tema salga a colación, juro que hasta tomaré un curso de cine mexicano con algún guarro egresado del CCC aunque su boca apeste a tabaco —y otras cosas— a causa de su mala higiene bucal y las tres cajas de cigarillos que se fuma diario, incluso si los dientes del tal individuo están manchados por la nicotina. Es más ¡juro por ti!, folklórico Piporro, que voy a renunciar a mi empleo donde escribo pura retórica para vender mierda extranjera a la turba clasemediera nacional, que es la base de nuestra sociedad, y buscaré dar clases de literatura en una preparatoria popular a la vez que promuevo tu buen nombre, pero por favor ¡¡¡Sálvame!!!

Pues si lo estoy contando ahora es porque me salvó, y por supuesto no cumplí con lo prometido, pero ¡come on!, cuando alguien promete a cambio de algo es obvio que no lo va a cumplir, creo firmemente que lo que cuenta es el fervor con el que uno pide las cosas y no el cumplimiento de los compromisos, después de todo al santo no le beneficia en lo absoluto las mejoras del que pide. Ahora pienso que el Piporro fue un señor ranchero, norteño, chistoso y milagroso.



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